Cuando finalicé mi carrera como maestra, me encontré en una encrucijada que definiría mi camino.
Había nacido y crecido en una gran ciudad, y aunque mi experiencia en varias escuelas urbanas fue enriquecedora, mi corazón anhelaba algo diferente: soñaba con ser maestra rural, sumergirme en la naturaleza, y vivir lejos del bullicio de la ciudad.
Entonces, como si el universo hubiera escuchado mis deseos, se presentó una oportunidad dorada.
Una pintoresca escuela en un hermoso pueblo de montaña buscaba una maestra de educación infantil. Recuerdo vívidamente mi primera visita: el entorno era un idilio de paz, rodeado de verdes paisajes y aire fresco, y hasta me ofrecieron una habitación en una encantadora masía.
Todo parecía perfecto, el escenario de mis sueños hechos realidad.
Sin embargo, contra toda expectativa, dije que no.
Reflexionando ahora, puedo ver claramente que el miedo me paralizó.
Temía no estar a la altura, no saber qué hacer con los niños. Me escudé en excusas superficiales, como el salario no ser completo, pero en el fondo, era una oportunidad ideal para adentrarme en el sistema educativo público y, más importante, para aprender y crecer.
En aquel entonces, mi confianza en mí misma era débil. La vida me ofrecía en bandeja lo que había deseado, y yo rechacé lo nuevo y desconocido, aferrándome a lo viejo y familiar.
Fue un error guiado por el miedo y la comodidad, una decisión de la que a menudo me arrepentí.
Hoy, con la perspectiva del tiempo, comprendo que aquella experiencia fue crucial. Me enseñó a enfrentar mis miedos, a valorar las oportunidades y a confiar más en mis capacidades.
Aunque no tomé ese camino, me ha llevado donde estoy ahora, una persona más fuerte y decidida.
Cada vez que me encuentro ante una nueva encrucijada, recuerdo aquel pueblo de montaña y la lección que aprendí: a veces, los sueños requieren que dejemos atrás nuestros temores y demos, un salto hacia lo desconocido.
Me explicó entonces las complejidades del elegir, dijo que la elección para los viajeros guerreros no era realmente el acto de elegir, sino más bien el acto de aceptar con elegancia las solicitaciones del infinito. Lo infinito elige, dijo, el arte del viajero guerrero es tener la habilidad de moverse con la más mínima insinuación, el arte de aceptar los comandos del infinito, para lo cual un guerrero viajero necesita destreza, fuerza y, sobre todo, sobriedad, los tres juntos dan como resultado elegancia.
El lado activo del infinito. Carlos Castenada.
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